Desde joven siempre he estado de acuerdo, aun en un nivel muy básico e intuitivo, siquiera como una suerte de utopía moderna, de objetivo a muy largo plazo, con el economista norteamericano Jeremy Rifkin. No lo sabía, claro. Descubrí que Rifkin había escrito ‘el fin del trabajo‘ en el Non Olet (1 y 2) de Ferlosio. Que por cierto, me encanta sus largas frases que acaban en cola de pescado pero no tiene ni puta idea de casi nada.
Cuando estudié a los luditas, siempre pensé dos cosas: a) como en aquella época estaba en guerra con el colegio de curas donde estudiaba y militaba en cierta anarcoteología de la liberación de corte marxistoide, admiraba los ‘huevos revolucionarios’ de esas buenas gentes y b) que estaban completamente equivocados. ¿Qué podía ser mejor que no trabajar? La productividad absoluta es un sinónimo de la libertad completa.
Hoy, algunos años y algunas burbujas más tarde, es inevitable, le escribo a mano y boli bic una coda a aquel pensamiento juvenil: ¿Qué podía ser mejor que trabajar?
Pero no nos desviemos.
Rifkin sugería que los avances en la productividad nos obligarían a reconfigurar todo el plano social para trabajar menos; desde este punto de vista, los ‘derechos sociales’ no son una conquista del movimiento obrero, son una condena de la patronal. Y no como dice Escohotado, para hacer frente ‘a la enorme fuerza que tenían entonces los sindicatos en todo el mundo‘; sino como pura y dura estrategia comercial, como intento desesperado de crear economías de alcance (o de gama, traduzcan ‘scope’ como quieran).
El ‘Fin del Trabajo’ ha envejecido fatal. Es evidente que Rifkin hace aguas por varios lugares, el más importante de todos es el metodológico y ese vínculo inconsciente con la falacia ricardiana; esa es la piedra de toque. La clave, como pasa a menudo, es interpretativa: en virtud de la jerarquía natural (y neo-experimentalista) de los hechos sobre la teoría, no tenemos ni puta idea, como Ferlosio, de lo que pasará mañana. Que un Presidente admita que la realidad existe es refrescante a muchos niveles (sobre todo, filosóficos), pero pone en cuestión la superioridad moral del Estado que ya nos pasó tocado el siglo pasado. Porque Rajoy no habla de la realidad en el sentido en que habla de ella el mainstream de las ciencias sociales y naturales. No, nada de eso. Cuando Rajoy dice ‘Realidad’ (sic.) habla de ‘Coyuntura política’.
Y si el Estado es un pelele, un rehén con el mal de Estocolmo y abandona la lógica burocrática como principio de funcionamiento: la superioridad se esfuma, la ‘civilidad‘ se disuelve: somos una puta tribu.
La economía, como las bicicletas, es para el verano. La identidad, que está hecha de lana, es para el invierno. Si el Estado se vacía de identidad (presionado por los hunos, nacionalistas de todo pelo y color, y por los hotros, europeístas con alergia a un pueblo que consideran súbditos), tendremos que buscarnos otra cosa: póngalo en su lista de deseos de Amazon.
Vamos, que España ha muerto. Ya iba siendo hora.
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